domingo, 19 de febrero de 2012

CUENTOS

LA CÁMARA SE ROBA NUESTRA ALMA
Armando Vega-Gil

Se la lleva a quién sabe dónde vuelta un negativo arañado en celuloide para, más tarde —si es que tenemos suerte y no terminamos en un ataúd de archivos olvidados—, ser transfigurada nuestra ánima en una impresión en papel fotográfico donde cualquiera pueda leer en nuestros ojos traslapados en tiempo y espacio los profundos miedos, el hastío superficial o la felicidad arrebatadora que nos habitaba en el momento del clik, adivinar y conjeturar sobre quiénes somos en la tensión de nuestros labios y cejas, el rubor de mejillas, el acomodo aéreo de brazos y manos, hombros y espalda. La cámara nos puede desintegrar en una marejada de datos binarios digitalizados que no son más que un flujo de información amorfa que al ser descomprimida en una computadora reviven —reintegran como en la teletransportación de Viaje a las estrellas— nuestras gesticulaciones, la cuales tal vez no vayan más allá de nuestras máscaras y escudos de apariencia: cartón-piedra.

Quizá porque sabemos que las cámaras, al fotografiarnos, filmarnos o grabarnos hurtan descaradamente nuestra aura y nos debilitan, dejando perforado halo y ectoplasma, expuestos a que manos y conciencias perversas hagan magia negra con el aura que inevitablemente rodea nuestros retratos, tal vez por esta certidumbre atávica que nos previene del peligro, es que dejamos de ser nosotros mismos cuando sabemos que la lente de una cámara nos apunta: una video cam, una Lumix analógica, el ojo espía de un teléfono celular o iPhone. La conciencia de estar frente a una posible foto nos lleva a tomar una actitud irreal, a instalarnos en una pose tanto más estudiada por cuantas más fotografías y videos se nos tomen. El Facebook no es más que una galería de quienes en realidad no somos, siempre felices y desmadrosos, siempre gozando de la vida, bebedores de litros de cerveza, gesticuladores de lo que queremos aparentar, de lo que quizá jamás lleguemos a ser.

¿Seremos capaces de representar a quien en realidad somos frente al lente de una video HD? A la hora de ser fotografiados, ¿nos interesa ser sinceros y diáfanos —dejar de ser los actores de nosotros mismos— para que quien nos vea vueltos un documental o un fotograma sepa de nuestras profundidades? Esto es peligroso, atemorizante.

El proceso puede ser largo, estar sembrado de dudas. La responsabilidad de este proceso puede ser incluso más demandante cuando el retratado, el radiografiado, lleva sobre sus hombros la representación de un anhelo y una conciencia colectiva, cuando uno es la sublimación abierta en carne viva de un momento de la historia, cuando uno es un personaje público querido y celebrado. Entonces la pregunta es: ¿quiero mostrar mis tripas, mi dolor y mi felicidad que son en última instancia sólo mías, mis tesoros más preciados? ¿Puedo hacer de mi intimidad un objeto de expectación?


ABRAZAR UN ÁRBOL

Armando Vega-Gil

Rafael estaba feliz con su departamento arbolado, a pesar incluso de la mala sangre de algunos vecinos que enturbiaban el ambiente con sus rostros amargos y voces de aguijón.
Sembrada en la tercera planta, la pared sur de su piso era un ventanal enorme que daba a una callecita aledaña a los Viveros de Coyoacán. Por las mañanas, él salía a correr bajo aquellas frondas de ahuehuetes y fresnos que por las noches sugerían danzas aún más voluptuosas que las de cualquier table dance para burócratas indolentes, lo que vitalizaba su destrabada vida sexual de recién divorciado. La pared oriente, la de su recámara, daba a una extensión virtual de los Viveros que estallaba en la copa inmensa de un sauce solitario y frondoso plantado en un patio compartido con otros edificios. Y era tan espeso el follaje, y daba tan de frente a su ventana, apartando sus intimidades de la vista de los chismosos, que no necesitaba usar cortinas, por lo que, sin reparo, podían andar desnudos por su hogar él y sus amigas. Adán en su paraíso. De hecho, por un misterio que agradecía a los dioses --en los cuales no creía, pues se proclamaba agnóstico--, Madrid, la callecita angosta que daba a su casa, apenas unos metros a la izquierda cambiaba abruptamente el sentido de su único carril, por lo que el pesado tránsito de la región se cancelaba allí mismo.

Y nombró Saúl al sauce aquel en un acto hierático y provocador, pues había luchado contra un grupo de vecinos miopes que querían derribarlo desde hacía más de un año para ampliar el estacionamiento.

--¿Cómo pueden ser tan idiotas? --se decía--, si lo que falta en la ciudad son árboles que purifiquen el aire y lo que sobran son carros que lo envenenan.

Y fue tan coherente con su decisión, que le regaló su Mini Cooper a un primo de Guanajuato y se consiguió una bicicleta Benotto Launge muy simpática.

El día que hizo este ritual ecologista, se quedó toda la tarde tumbado en la cama con una amiga muy querida, viendo a Saúl a través de la ventana.
María era una mística, militante fanática del reiki y el yoga kundalini.

--Si lo quieres tanto --dijo ella, retando el descreimiento de Rafa-- vístete y sal a darle un abrazo. Eso te conectará a la tierra. Ya es hora de que vayas creyendo en algún Dios.

Y, claro, Rafael no lo hizo.

Por eso fue tan duro y demoledor el golpe conectado en directo a su corazón cuando, regresando de una gira, encontró su ventana oriente abierta a la mirada inquisitorial de los vecinos que habían aprovechado la ausencia del roquero sospechoso para talar al ras del suelo a Saúl. Rafa hizo un escándalo tremendo, pateó puertas, rompió a pedrada limpia dos ventanas, se agarró a moquetazos con uno. El pleito llegó a una sala de la delegación y terminó en nada. Por la noche, Rafael se fue a llorar a la mesa mutilada del tronco arrebatado. De pronto, en un rincón, Rafa vio una minúscula rama que el señor de la basura no había secuestrado: era un bracito de Saúl.

 Rafael lo subió de prisa a su departamento, lo puso en un vaso de agua y le telefoneó a María para salvar el rastro del árbol. El ritual fue sencillo: Rafa abrazó la pequeña rama y le cantó hasta la madrugada.

 Un año después, la ramita es una señora rama que ha echado raíces hidropónicas, y Rafa espera con paciencia el día en que pueda trasplantarla para, en un descuido de sus estúpidos vecinos, abrir a sangre y fuego un boquete en medio del estacionamiento y sembrar allí al hijo de Saúl, quien, dentro de cincuenta años, hará posible que las nietas de Rafa quiten las cortinas de la recámara oriente del abuelo y puedan andar desnudas con sus novios, a ventana abierta, lejos de las miradas turbias de los enemigos de la libertad y los paraísos

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